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La última escapada

26 Oct

Compay

Yo cumplía los cuarenta, y andaba realmente jodido. No por llegar a esa frontera tan publicitada para lo malo o lo peor, o eso quería creer yo. Mi trabajo por entonces era un asco. Por mi culpa, como siempre, porque nunca he sabido aceptar de buen grado la realidad, tan impositiva, tan inevitable. Que la den por el culo.

El caso es que, sin recordar que aquel fin de semana era la fecha en la que cruzaba esa frontera , “en el medio de la vía, en el medio de la vida si hay suerte tal vez”, como canta el gran Ariel Rot, me comprometí meses antes a pasar esos días en la casa de uno de mis más queridos amigos, un madrileño carabanchelero que hizo hace muchos años el petate para buscarse en el prepirineo oscense, a un paso de la villa de Graus.

Fui solo. Quizá lo necesitaba, no sé, pero la cosa se dio de esa manera. En ese rincón de Huesca conocí a Compay, el compañero de mi amigo Ángel. Me acogió como a un colega de toda la vida. Así era él, un tipo que vivía sin querer molestar, al contrario que yo; Compay era un chaval, todavía, pero ya había vivido lo suyo, y me supo calar al instante. Tras regresar de una estupenda excursión por la zona, ya en casa, se produjo uno de esos silencios en los que a uno le gustaría descansar de sí mismo. De pronto él levantó la cabeza y se me quedó mirando como diciendo: “Tío, no lo llevas nada bien, ¿qué te parece si damos un buen paseo mañana, con el día recién estrenado?”

No sé cómo se las arregló, pero consiguió que Ángel tuviera ese domingo por la mañana que bajar a Graus para no sé qué reunión vecinal. El caso es que Compay y yo salimos a caminar por el monte cercano a la casa donde ambos me habían acogido. Los dos nos paramos detrás de unos árboles y echamos una buena meada juntos. Me miró para confirmar que la cosa iba bien y seguimos nuestro camino. Ahí nos hicimos hermanos, porque aquella mañana no nos hizo falta cruzar palabra alguna para comprendernos.

Luego nos vimos de manera muy espaciada, hasta que hace pocas semanas Ángel me contó que Compay estaba mal, que probablemente no llegaría al final del año. El viernes me enteré de que mi amigo el negro, el de los ojos color castaño profundo, el que te radiografiaba con la mirada, había hecho su última escapada.

Y hoy escribo estas palabras, siempre tan escasas, tan de procedimiento habitual, pensando en mi amigo Ángel, con quien ha compartido más de una década, y en lo solo y en lo desgarrado que estará.

Y de pronto mis arroyuelos mentales, tan dispersos e incontrolados, me llevan a acordarme de Excálibur, ese otro compañero querido al que los prebostes que padecemos ordenaron matar hace escasas semanas por el bien común, ese mismo bien que les importa un huevo, a esos hijos de puta.

Excálibur, para quienes todavía no lo sepan, era el perro de Teresa, la enfermera que se contagió con el ébola por trabajar para ayudar a los demás. En realidad, no era el perro de Teresa, era Teresa. Pero ellos no se pararon en esas mariconerías, y sin considerar otra posibilidad, se apresuraron a mandarlo al otro barrio, unos días antes de que le acompañara su ama. O eso se creían, los muy cabrones, porque Teresa ha sobrevivido. Y espero que descargue toda su furia vengadora contra esa jarcia de cobardes apesebrados. Ojalá Tarantino hiciera algo más que películas.

“Era sólo un puto perro”, escuché o leí durante esos días. Qué asco me da, cada vez más, vivir en este país, donde torturar y matar a un animal ante un público que paga por presenciar esa atrocidad todavía sigue estando considerado como fiesta nacional o sana diversión de todo un pueblo, como la brutal carnicería esa de Tordesillas.

En fin, te estoy escribiendo esto, Compay, por si en algún sitio te topas con Excálibur, para que le cuentes que por aquí abajo todo sigue siendo un estercolero moral. Y a ti, en concreto, darte las gracias por aquella mañana, que tanto bien me reportó. Agradecido y hasta el próximo paseo juntos. Te lo debo.

@ildefonsogr

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