Mi pueblo ‘irlandés’ en Guadalajara

9 Feb

Mi sentido homenaje a Zarzuelilla y sus gentes, con mención especial a mi amigo Juanillo Mesón, siempre en mi recuerdo. Muchas gracias al blog ‘Valverdedeocejón’ y a su coordinador, Jose María Alonso Gordo por invitarme a publicar en su espacio.

Algo que añadir

21 Dic

Tras un largo silencio en este blog, quisiera añadir en él una posdata, aun a riesgo de seguir importunando (si es que queda alguien por aquí, condición necesaria para molestar).

La posdata es una nueva cosa que acabo de publicar. La he llamado ‘Los afectos aritméticos’, y es una novela corta que se lee facilito. Trata, como siempre, de la gente, de sus relaciones, sus contradicciones y de esos afectos que a veces suman, a veces restan, en ocasiones multiplican y en muchas otras dividen.

Le he añadido al libro un cuento que quizá algunos de ustedes ya leyeran en este blog, además de varios relatos mucho más breves, casi reflexiones a bocajarro. Son las ‘otras identidades’ a las que hace referencia el subtítulo, y también pudieron leerse antes en este humilde garito.

Por si a alguien le pudiera interesar, puede adquirirse aquí (le he puesto el precio mínimo que me permitía el señor Amazon, poco más de cinco euritos).

Como siempre, agradecido.

La máquina del tiempo estaba en la casa de mis padres

22 Dic

Cuando yo era todavía un chaval que vivía en casa de mis padres había un par de hermanos en el piso de arriba con los que de vez en cuando me juntaba a pasar la tarde. Uno de ellos era uno o dos años mayor que yo, y el otro dos o tres más pequeño.

A veces jugábamos al subbuteo, un juego que recreaba un campo de fútbol de paño verde por el que movías con el dedo unas figuritas de jugadores que se sostenían sobre peanas semiesféricas, y que debían ir golpeando una bolita que ejercía de balón diminuto.

Pero otras muchas tardes las pasábamos viendo películas en el vídeo, que entonces era un aparato recién llegado a nuestras vidas y cuya magia es hoy difícil de explicar a los milenials e incluso a sus generaciones anteriores.

Una de las películas que nos obsesionaba era ‘El tiempo en sus manos’, que en su título original se limitaba a reproducir el de la novela de H.G. Wells en la que se basa: La máquina del tiempo. Repasábamos la cinta protagonizada por Rod Taylor una y otra vez, hechizados por los efectos especiales y, sobre todo por la temática que proponía.

En una escena, Taylor, que ha viajado varias décadas en el futuro, pero sin moverse del lugar inicial, su propia casa, se encuentra al salir a la calle con su amigo Filby, y aunque para él apenas han transcurrido unos minutos, Filby aparece envejecido, como corresponde a alguien que ha vivido veinte o treinta años más*.

El espectador, que comparte el mismo punto de vista del protagonista, sabe lo que está ocurriendo, y por eso no le sorprende en absoluto el desconcierto que invade a ese amigo que de pronto se reencuentra con alguien que se había esfumado décadas atrás y que ahora reaparece tan joven como entonces.

Hace unos días, en el portal del edificio donde siguen viviendo mis padres, y en el que he vuelto a pernoctar varias veces por una operación de cadera a la que se ha sometido mi madre, me crucé con el hermano pequeño, que salía del ascensor. Habían pasado treinta y cinco o cuarenta años desde la última vez que nos habíamos visto. Probablemente, si nos hubiéramos encontrado en cualquier otro lugar no nos habríamos reconocido.

Hablamos unos minutos, y en la breve conversación afloró nuestro recuerdo de aquella película. Los que entonces éramos apenas unos chicos de quince o dieciséis años somos hoy unos señores cincuentones que avanzan inexorablemente hacia la edad de los achaques, aunque, como en ‘El tiempo en sus manos’, creamos sentir que casi no ha pasado más que un rato después de una de aquellas tardes de adolescencia.

También le pregunté por su hermano mayor, que un día de hace treinta años desapareció sin más, y del que nada se sabe todavía hoy.

Aunque he rebuscado por todos los rincones de mi antigua casa, no he sido capaz de encontrar la dichosa máquina del tiempo. Debe de seguir viajando y haberse detenido en vete a saber qué época, dejándonos a nosotros aquí perdidos, a unos pobres adolescentes cargados de kilos y canas, aunque de uno de aquellos tres chicos que creían tener el tiempo en sus manos nunca más se haya vuelto a saber, pese a que su familia no dejase nunca de buscarlo por tierra, mar y aire. Éste sí que es un efecto especial que acojona.

*Actualización: He vuelto a ver la película, y he comprobado que mi memoria me jugó una mala pasada. No es con su amigo Filby con el que el personaje interpretado por Rod Taylor se encuentra en su primera parada en el tiempo, diecisiete años después, sino con el hijo de aquel, interpretado por el mismo actor. Es en su siguiente ‘apeadero’ temporal, ya en los años sesenta, cuando se reencuentra con éste, quien reacciona de la forma que describo en el artículo. Como ven, los viajes en el tiempo también distorsionan los recuerdos que se creían más veraces.

Ruinas de sal

19 Oct

En el norte de la provincia de Guadalajara, cerca de Sigüenza, está los vestigios de las salinas de Imón, parte de un importante complejo industrial explotado durante siglos, se cree que incluso ya por los romanos. Su producción las situó entre las principales suministradoras de sal en España.

Impresiona caminar entre sus balsas secaderos de piedra, contemplar los enormes almacenes, vislumbrar a lo lejos sus norias… y constatar su creciente y vertiginoso estado de abandono y ruina.

Como suele suceder en esta tierra tan dejada de la mano de los dioses (o sus conspicuos representantes en la tierra, esos a los que votamos en las ‘fiestas de la democracia’, como decían antes los cursis), la desidia, la falta de recursos económicos, los dimes y diretes administrativos y/o, los conflictos o desacuerdos con la propiedad, al parecer, privada de esta joya de la arquitectura industrial de nuestro país, están propiciando su pérdida, cada vez más irreversible.

No puedo evitar pensar que, de estar las salinas situadas en otra comunidad autónoma -no digo ya en otro país europeo-, éstas gozarían de una situación bien distinta, con sus edificios restaurados, un centro de interpretación a la altura de su importancia e incluso una pequeña producción como artículo de consumo ‘gourmet’ etiquetado y respaldado por el marchamo de sus siglos de historia.

Sin embargo, lo único que hoy queda es ruina y resignación, dos sustantivos sobre los que suele construirse el discurso habitual por estas tierras, cada vez más despobladas de personas y desprovistas de servicios. La esposa de Lot, al menos, según nos cuentan en el libro del Génesis (Génesis 19), se convirtió en estatua de sal después de mirar hacia atrás cuando escapaba de Sodoma con su familia. A las salinas de Imón, a este ritmo de devastación, pronto no les quedará ni eso. Total, ¿a quién le importa una ruina más o menos por aquí?

PD: Las fotografías son de José Redondo @JoseRV_2002

Identidades secretas (VI): Recordatorio

7 Oct

Junto a la tapia de la iglesia, en el parque. Entre hojas secas, boca arriba, estaba Rubén, muerto desde mayo. Hacía cuatro meses. La cruz y las dos fechas no dejaban lugar a la duda. Veinte años. Veinte años, casi la misma edad que tenía su hija. Se agachó y lo recogió. Entre la curiosidad y el pudor ganó la primera.

Vestía una chaqueta azul marino y una corbata a juego, y sus ojos sonreían detrás de sus gafas. Buscó en el reverso, pero sólo encontró una oración. La leyó sin mucha atención, antes de volver a contemplar su mirada. El tiempo había dejado su huella en la pequeña cartulina, que presentaba un par de agujeros en las esquinas y alguna mancha de tierra. Lo siguió sosteniendo en su mano derecha, mientras que con la izquierda sujetaba la correa del perro.

Miró a su alrededor, como un voyeur temiendo haber sido pillado en indecorosa falta. Pensó en guardarse el recordatorio en el bolsillo y decidir luego qué hacer con él. Pero le pareció una falta de respeto, casi una profanación. Finalmente le depositó en una papelera oscura y cerrada, cuyo interior podría velarlo. Se fue alejando, para volver a casa, triste y pensativo, como el que vuelve de un entierro.

Buscó su nombre en Internet. Nombre, apellidos, el barrio donde vivía, la fecha final… Un accidente, un patinete eléctrico, el autobús de la línea mil veces recorrida… Había vídeos de la noticia en el canal de la región, y otra vez las mismas imágenes en la página web de una agencia local.

Por la tarde sintió un remordimiento, y con él la necesidad de recuperar el recordatorio. Bajó otra vez al parque. Pero la papelera era profunda. Metió en ella el brazo hasta el fondo para tantear, pero no halló nada dentro. Los servicios de limpieza ya habían hecho su trabajo. Rubén ya no estaba. Tampoco allí.

Identidades secretas (V): Retrato íntimo

5 Oct
Vista del Pico Ocejón, en Guadalajara. Foto: Wikipedia.

Sus manos de niña extrajeron la caja de debajo de la cama. Era metálica, de color rojo brillante, y en su origen había contenido un surtido variado de galletas y pastas. Cerró la puerta de su habitación y se sentó en la mecedora, junto a la ventana. Despacio, ceremoniosamente, abrió la caja y miró en su interior. Durante unos segundos, sólo observó. Luego alargó sus dedos hacia su contenido, y revolvió con cuidado, con los ojos cerrados.

Alguien entró de golpe en el cuarto sin llamar, pero aun así le dio tiempo a cerrar la caja y esconderla debajo de la mantita con la que se cubría las rodillas. Por la forma de irrumpir ya sabía antes de verla que no era ella. Ella siembre llamaba antes de abrir, y luego la buscaba pronunciando con afecto su nombre. 

Mientras la otra mujer, la antipática, deambulaba por la habitación comprobando cosas, cambiándolas de sitio, ella permaneció sentada, escondiéndose de aquella presencia fingiendo mirar hacia el exterior por la ventana cerrada, cuando en realidad seguía examinando con las yemas de sus dedos el cofre oculto bajo la manta.

Sin decir palabra, igual que cuando había entrado, la intrusa se marchó dejando la puerta abierta. María escuchó sus pasos alejarse por el pasillo, y cuando se sintió segura se levantó y volvió a dejar la caja bajo la cama. Su secreto seguía a salvo.

Hacía tiempo, mucho tiempo, que no salía de aquella habitación, y no sabía por qué. Quizás estuviese enferma, o castigada por haberse portado mal. En cualquier caso, no se acordaba, pero ya se había acostumbrado. Quizá con el comienzo del curso, en septiembre, pudiera volver a salir para reanudar las clases. Ojalá.

Menos mal que por las tardes ella, la joven amable, le hacía algo de compañía. No mucho rato, porque decía que no podía entretenerse demasiado. Pero al menos la escuchaba y sonreía, y eso le bastaba.

Alguna vez se sintió tentada a enseñarle su secreto, pero al final dudaba y dejaba pasar la ocasión. De todas formas, tenía claro que si alguien debía conocer su contenido esa era la muchacha que tanto la sonreía y que no la regañaba. Porque aquello no era para cualquiera. Había que saber apreciarlo. Y merecerlo, sobre todo merecerlo.

Una mañana miró sus manos y vio que ya no eran manos de niña. Ahora eran manos de vieja, y se asustó mucho. ¿Le estaría alguien gastando una broma? Pensó que quizás estuviera soñando, y volvió a sacar el objeto de debajo de la cama para comprobarlo. La abrió con el corazón agitado. Todo estaba bien, pero tenía que tomar pronto una decisión, o su memoria quedaría perdida para siempre.

Una mañana de principios de otoño, la trabajadora de la residencia entró en su habitación y descubrió a María muerta en su cama. Parecía sonreír, y sujetaba entre los brazos una vieja caja de galletas. Sobre su tapa había pegado un papel donde había escrito dos palabras: “Para Lucía”.

Todo se hizo muy rápido, como requería la situación. Había mucha gente esperando plaza, y la habitación debía estar lista lo antes posible. La jefa de la residencia le dio a la nueva la caja, cuando entró en el turno de tarde. “Era de la mujer de la habitación doce, tenía tu nombre escrito en ella”.

Lucía se llevó la caja a casa cuando terminó su trabajo. Allí la abrió. En su interior solo encontró un montón de hojas de roble secas, un agallón y varias lascas de pizarra. En el fondo había también una vieja fotografía en blanco y negro de una montaña que no supo reconocer, aunque era un pico sin duda singular, con aquella forma piramidal descollando orgulloso del conjunto del paisaje serrano que le rodeaba.

Dedicado a todas las personas que murieron en las residencias durante la pandemia

‘La vida’, para los taurinos

21 Abr

Vuelve ‘la vida’. (Foto tomada ayer miércoles 20 de abril en un quiosco de prensa de la calle del General Perón, en Madrid. Se comenta sola).

El mejor poema no estaba impreso

23 Feb

En alguna ocasión ya he descrito la emoción de encontrar en un libro viejo la presencia de su antiguo propietario, ese cordón umbilical entre lectores que se ceden el testigo anónimamente a través de unas páginas ya recorridas antes por otros ojos.

Lo que no me había sucedido nunca era encontrar a la propia autora de la obra en ésta. Y no hablo en sentido literario, sino literal. Y menos que este hecho le añadiese, finalmente, el colofón más sentido, vibrante y devastador al poemario que encontré hace unos meses en una librería de lance que frecuento y por la que navego sin rumbo ni cronómetro, cuando tengo ocasión.

Es un libro de poemas sencillos y hermosos, escritos a corazón abierto, dedicados, en su mayoría, al amor perdido y al sentimiento que provoca su ausencia.

Sin embargo, los mejores versos habían sido añadidos a mano por la poeta, en la dedicatoria que, escrita en la página inicial, bajo el título y el nombre de la autora, con una bella letra redonda dibujada veinte años atrás, volvían a clamar (intuyo que en vano) en el desierto de desamor que habría de extenderse en las siguientes páginas:

«Querida (nombre de mujer): ¿Cuándo hacemos una tertulia-comida y charlamos de todo esto con tranquilidad? Un beso y hasta pronto».

El ejemplar, escondido en un montón de volúmenes de segunda mano amontonados en un rincón de la caótica librería, me costó dos euros y medio.

Versos bajo tierra

2 Feb

Últimamente, mis lecturas en el Metro parecen haber escapado de los márgenes de los libros y ahora vuelan por el vagón, como si las letras, las palabras que aquéllas forman y las líneas y los párrafos que las dan sentido hubieran decidido construir sus propios relatos.

Hace unas semanas una chica rompía el silencio de la Línea 8 presentándose como escritora, una audacia insólita en estos y todos los tiempos, sobre todo ante una audiencia tan escasamente receptiva a la lírica como la tropa desgastada que regresa a casa tras una jornada de trabajo.

Nos recitó sus versos entre dos estaciones. Versos bajo tierra, pero cargados de intención, como si los sembrase ahí, en el horadado subsuelo madrileño, para que su fruto brotase luego, al contacto con la luz y el aire impuro de la ciudad.

«En el asilo perdiste el recuerdo:
¿Cómo quieres, anciano precoz,
saborear otra vez aquel beso,
si ya el Alzheimer se lo llevó?»

Así empezaba el poema que leyó, titulado ‘Lluvia de sueños’. Se llama Sara de Mingo, y en su blog puedes conocerla y leerla. Sólo por su osadía y su entusiasmo a la hora de currarse la literatura merece la pena dedicarle unos minutos.

Mantén la disidencia, Sara.

Extraños íntimos

12 Nov

Faltan apenas unos minutos para las nueve de la mañana, o quizás ya se ha doblado esa esquina tras la que debo recluirme en una oficina durante las próximas horas. El vagón del Metro reproduce el cuadro habitual de gente que mira las pantallas de sus móviles. Estación de Colombia. Las puertas se abren automáticamente y yo me apeo del mismo modo.

De pronto, un hombre joven, un chaval que podría ser mi hijo, sale tras de mí y me habla con timidez. «Perdone (me habla de usted), quería decirle que me gustó mucho el libro», me dice, señalando la novela que llevo en la mano. Sorprendido, reconfortado, agradecido, le respondo que a mí también me está encantando, que me hace feliz que comparta conmigo esa emoción.

El libro es ‘Panza de burro‘, obra de una chica muy joven, Andrea Abreu. Lo descubrí por casualidad, curioseando en una librería, y lo compré seducido por su portada y su sinopsis. Es una joya, tanto en su lenguaje como por la historia que cuenta.

No me extraña que aquel chaval se atreviera a romper el aislamiento del viajero esa mañana. El libro lo merece, y aquel lunes o martes se volvió casi un viernes de repente gracias a esa osadía que yo alguna vez quise tener sin encontrar valor para ello.

Acudo a otro libro maravilloso, El infinito en un junco, de Irene Vallejo, que describe por mí esa sensación de felicidad compartida, de comunicación íntima entre lectores desconocidos pero al mismo tiempo tan cercanos:

«Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños«.

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