Nunca fui más periodista que cuando dejé de cobrar por ello. Cuando tuve que resignarme a ganarme las lentejas (y poco más, dados los sueldos de la recuperación del señor Rajoy y sus palmeros) en otros mundos: patrullando por los pasillos de un hipermercado; limpiando las pintadas y la mugre de los quioscos de la Once a lo largo de las noches de verano; o repartiendo paquetes a antiguos compañeros del oficio.
De esos viajes he regresado (de momento) con la maleta llena de nuevos conocimientos y sensaciones, que humildemente he compartido con ustedes a través de este espacio. Pero sobre todo he vuelto marcado por la impronta que han dejado en mí un montón de personas, trabajadores sencillos y entusiastas que cada jornada le sacan la lengua a la vida sin dejar que ésta les arranque una mueca de rendición. De ellos me gustaría ir hablándoles aquí de vez en cuando.
Conviví, por ejemplo, durante cerca de un mes con José Miguel, un chaval dominicano de 23 años, color café con leche, como él decía. Grande como un armario, insultantemente guapo. Soñaba con reunirse con su mujer y su hijo recién nacido en Nueva York. La madre y el bebé, también de origen dominicano, tenían la nacionalidad estadounidense; él hacía planes para cuando le concedieran el permiso de residencia. Allí le esperaba un puesto en la cocina del restaurante de su cuñado en el Bronx. Pizzas, pasta, el Bronx, Distrito Apache, Niuyorkcity… El sueño americano
Mientras tanto, cada noche se curraba los quioscos de Vallecas como un bailarín, manejando la raqueta con la que limpiaba los cristales como Gene Kelly su paraguas, cuando cantaba bajo la lluvia. También rezaba, y le daba las gracias al Señor por todo. Supongo que se había cansado de sus antiguos éxitos con las chicas españolas –“que, no te ofendas, pero son muy fáciles, hermano”, me aseguraba.
Una noche me contó que en su época más activa como seductor tenía una estrategia infalible: “Me quedaba solo en un rincón del bar, como triste. Eso siempre resultaba. Ellas se acercaban a ver qué me pasaba”. Yo le miré, en silencio, hasta que no me pude contener más: “¡Pero qué estrategia ni que estrategia! ¿Pero tú te has visto, compañero?” Y él se echó a reír, cazado en su fanfarronería.
Pero ahora era muy religioso, y se había reformado. Sintonizaba cada noche en la radio de la furgoneta una emisora evangélica en la que inflamados pastores describían cómo era la voz de Dios, “no un trueno atemorizante como en las películas, sino un silbo dulce”. A lo largo de aquellas noches tuvimos docenas de conversaciones en las que trató de volver a despertar en mí la fe perdida hace décadas.
No tuvo éxito, porque era una batalla perdida de antemano, pero mantuvimos fantásticas conversaciones sobre el origen de la vida y la razón de que nosotros dos anduviésemos por ella, cada noche, sacando brillo a dos docenas de quioscos mientras desde la radio de la furgoneta un pastor de almas con acento del Caribe volvía a alabar al Señor con vibrante emoción.
Bendito seas, hermano, como tú me decías. Ojalá estés ahora a seis horas menos, haciendo bailar en la mañana del Bronx la masa de la pizza. Como aquella raqueta en las noches de verano vallecanas. Esa sí que era una estrategia cojonuda.
Qué historias más macizas hay detrás de una raqueta de limpieza. Transmiten placidez y buen rollo, algo que está mucho más allá de los útiles laborales que se utilicen y del horario y la estación del año.
Y me consta que has salido ileso de las conversaciones de furgoneta sobre la razón y la vida y que no te has vuelto Evangelista; tú siempre has sido más Ronaldista, y eso llena mucho. Conociéndote, lo que sí estoy seguro es que José Miguel ha hecho un hueco en su fe y ahora comparte doble pasión, y en la pizzería del Bronx tendrá la bufanda del Madrid y bailará como un descosido sobre la barra del bar a golpe de gol blanco.
Ja ja, no me hizo falta, Julio, él era casi tan madridista como yo. En eso no tuvimos debate alguno, sólo reafirmación en nuestra fe común. Gracias por comentar y un abrazote.