A buen hambre no hay pan duro, dicen. Ni paquetes de salchichas cercanas a su fecha de caducidad, o botellas de zumo que no se venden -y ocupan mucho espacio-, o verdura del día anterior, que ya se ha puesto fea, añado. Pero los del hipermercado donde trabajé el pasado invierno no lo saben. Ellos sólo quieren procurarnos lo mejor.
Estoy seguro de ello, porque de otro modo no tirarían cada día a través de lo que ellos llaman “la merma” kilos y kilos de alimentos todavía comestibles. Su destino: la compactadora, la “comemierda”, como se referían a ella jocosamente los vigilantes del centro cada vez que me pedían por la emisora que la abriera para avivar aún más su insaciable voracidad.
Recientemente he leído que el Ayuntamiento de Barcelona identificó el año pasado 2.865 niños que llegaban al colegio sin desayunar e incluso sin cenar, y me reconforta saber que al menos no tuvieron que comerse un bocadillo hecho con pan del día anterior, o con jamón de york con fecha de ayer; o una barra de fuet que, según se decide en su etiqueta, ya no puede servir de alimento a nadie a partir de mañana. Menos mal.
Porque, en mi ingenuidad, durante las primeras jornadas en las que dediqué buena parte de mi turno a arrojar a la trituradora docenas de bandejas de fiambre envasado al vacío, cuarenta o cincuenta barras de pan de la tarde anterior o un palé de cajas de gazpacho, no podía evitar un ligero estremecimiento al pensar en esas familias para las que medio llenar el cesto de la compra es un dolor que se paga con privaciones que en este país parecían haber quedado confinadas hace mucho tiempo al baúl de los recuerdos.
Afortunadamente, pasadas las primeras semanas de natural reticencia comprendí que esos críos de Barcelona, o ese chaval de cada cuatro que vive en España bajo el umbral de la pobreza, como nos dice la ONU, tienen en realidad mucha suerte de que las grandes superficies de venta de alimentos, que nos deleitan cada día con sus trespordoses y sus mejoresprecios, no pongan a su alcance comida de ayer, de hace unas horas, o de mañana. Los pobres también deben comer sano y crujiente. Digo yo. Y trabajar para pagarlo, si les dejan; porque, si no, ¿qué dignidad habría en beberse un zumo de naranja o comerse un plato de acelgas que no te has ganado con el sudor de tu frente?
Además –no se alarmen-, para evitarles malas tentaciones o lamentos mal dirigidos, tienen el detalle de destruir todas esas toneladas de comida fuera de su vista, en esa maravilla de compactadora que se traga todo lo que le eches: desde metacrilatos hasta los paquetes de pilas de seis u ocho unidades a los que alguien ha sustraído una, condenando al resto a morir trituradas. Todo convenientemente revuelto con la carne o el pescado que no se vendió ayer.
Sí, comprendo su natural repugnancia, no se crean. A mí también me costó entenderlo al principio. Pensaba en esa madre que no sabe de dónde rebañar los últimos euros del mes para inventarse una cena, o en ese padre que tiene que decirle a su hija que hoy vuelve a ir al colegio sin desayunar, y me pasaba lo mismo.
Hasta que un día le pregunté a uno de los encargados de sección que por qué no se donaba esa comida a las oenegés o a las asociaciones o la gente del barrio que pasaba hambre: “Es que, si se hiciera eso, esas asociaciones se acostumbrarían en seguida y destinarían las ayudas que reciben para ello a otras cosas”, me contestó, con una lógica irrebatible. Además, qué demonios, también en el hipermercado hacen de vez en cuando una cosa que se llama Operación Kilo, que es muy solidaria y queda retequetebién en el periódico local, con foto a tres columnas de los jefes de la tienda posando ufanos con el cartel de la campaña.
Así que no se preocupen, que con la comida no se juega. O sí. No sé. ¡Qué más da! De todos modos, por precaución, si usted conociera por casualidad a una de esas familias que no pueden darle a sus hijos las tres comidas preceptivas del día, no le diga nada de esto que tan demagógicamente escribo. No vaya a sentarle mal saber que, al otro lado de ese muelle de carga, el híper del barrio -su híper amigo-protege de esa manera tan curiosa su dieta y la de su prole. Que hay gente muy tiquismiquis.
¡Qué fuerte!
¡Es la bondad del capitalismo!
Lo raro es que no creen un mercado paralelo donde los menos favorecidos recorran a horas intempestivas los sórdidos atrases de los híper organizados en colas silenciosas, y por cuatro monedas, o todas las que los señores del puro puedan expurgar, reciclen esos sobres, zumos o verduras que no están para jugar en la división de honor.
… tiempo al tiempo…
Así es, Julio. Todo llegará…
Me gustaría saber de que cadena de supermercados de trata, si es posible..?
Pues sí, Julia, es esa misma que estás pensando…
De hecho, el que se trate de ésta o aquélla -yo creo que todas recurren a ello- no es tan relevante como saber que estas prácticas se producen en las trastiendas de nuestra sociedad de consumo. Gracias por comentar.
GENIAL DESCRIPCIÓN DE LA ESPAÑA «NEOCAPITALISTA» E «INSOCIAL» que los españolitos aguantan como borregos…